Antigüedad - textos
Sep 21, 2022Jordanés, Origen y gestas de los godos, XXV y XVII
(XXV) (131)
Los visigodos, quienes habitaban las tierras del oeste, estaban tan aterrorizados como lo habían estado sus parientes, y no sabían cómo asegurar su seguridad ante la llegada de los hunos. Tras una larga deliberación, y bajo consentimiento común, decidieron enviar embajadores ante el emperador Valente, hermano de Valentiniano I, para decirle que, si les otorgaba una parte Tracia o Moesia para sí, ellos se someterían a sus leyes y comandos. Que podía tener la confianza de que se harían cristianos si el emperador enviaba emisarios que hablaran su lengua. (132) Cuando Valente se enteró de esto accedió a las peticiones. Recibió a lo godos en la región de Moesia, y los posicionó allí como un muro defensivo en contra de otras tribus. Y dado que el emperador, que estaba infectado con la perfidia arriana, había cerrado las iglesias de nuestro partido en ese momento, envió como predicadores a aquellos que favorecían esa secta. Ellos llegaron directamente a llenar a un pueblo tosco e ignorante con el veneno de su herejía. Jordanés, Origen y gestas de los godos, XXV y XVII.
Por esto, el emperador Valente convirtió a los visigodos en arrianos, antes que en cristianos. (133) Es más, del amor que les tenían, predicaron este evangelio a ambos, los ostrogodos y sus parientes los gépidos, enseñándoles a reverenciar esta herejía, e invitaron a todos los pueblos de su lengua en diferentes lugares a adherirse a esta secta. Ellos mismos como hemos dicho, cruzaron el Danubio y se asentaron en Dacia, Moesia y Tracia con permiso del emperador.
(XXVI) (134)
Pronto la hambruna cayó sobre ellos, como ocurre comúnmente a las personas que no se han terminado de asentar en un nuevo territorio. Sus príncipes y líderes que los habían gobernado, eso es Fritigerno, Alateo y Sáfrax, empezaron a lamentar las súplicas de sus ejércitos y rogaron a Lupicino y Máximo, los comandantes romanos, que abrieran un mercado. ¿A qué no obligaría a los hombres a asentir la “maldita fiebre por el oro”? Los generales, sacudidos por la avaricia, les vendieron a altos precios no solo la carne de bueyes y ovejas, sino también los cadáveres de perros y animalias sucios, de tal forma que un esclavo fuese regateado por una hogaza de pan o diez libras de carne. (135) Cuando su ganado y bienes mermaron, los codiciosos comerciantes demandaron a sus hijos a cambio de lo fundamental para la vida. Y los padres dieron su consentimiento aún a esto, para proveer seguridad a sus hijos, argumentando que es mejor perder la libertad que la vida; y de hecho es mejor ser vendido, si uno será alimentado piadosamente, que permanecer libre solo para morir.
Llegó a suceder en esta turbulenta época que Lupicino, el general romano, invitó a Fritigerno, un jefe de los godos, a un festín y, como reveló el evento, ideó un complot en su contra. (136) Pero Fritigerno, sin imaginar mal alguno, llegó al festín con pocos acompañantes. Mientras se encontraba cenando en el pretorio escucho los llantos moribundos de sus desafortunados guerreros, pues, por orden del general, los soldados romanos los estaban matando. Los fuertes lamentos de los caídos cayeron en oídos que sospechaban, y Fritigerno entendió de una vez el truco traicionero. Desenvainó su espada y con gran coraje emprendió carrera, rescató a sus hombres de la amenazante muerte y los alentó a atacar a los romanos. (137)
Así, estos Valientes hombres ganaron la oportunidad que habían añorado – de ser libres para morir en combate antes que morir por inanición – y tomaron inmediatamente las armas para asesinar a los generales Lupicino y Máximo. Así, en ese día se puso fin a la hambruna de los godos y la seguridad de los romanos, pues los godos ya no como extraños y peregrinos, sino como ciudadanos y señores, empezaron a gobernar a los habitantes y al territorio hasta el Danubio. (138) Cuando el emperador Valente en Antioquía se enteró de esto, preparó un ejército de una sola vez y partió hacia Tracia. Aquí una grave batalla tuvo lugar y los godos prevalecieron. El emperador mismo fue herido y tuvo que huir a una granja cerca de Adrianópolis. Los godos, sin saber que en una choza tan pobre se encontraba un emperador, le prendieron fuego (como era costumbre al tratar con un enemigo cruel), y así fue cremado con un esplendor real. Simplemente fue un juicio directo de Dios que él fuera quemado por los mismos hombres que él mismo había extraviado cuando intentaron buscar la fe verdadera, apartándolos de la llama del amor y hacia las llamas del infierno. Desde este momento los visigodos, a raíz de su gloriosa victoria, tomaron posesión de Tracia y Dacia como si fueran sus tierras natales.
Amiano Marcelino, Historias, Libro XXXI, XII
La doble noticia de la derrota de los alemanes y de la victoria conseguida por Sebastián, que éste exageró mucho en su comunicación, puso en extraordinaria agitación a Valente. Levantose el campamento de Melanthiada, porque ansiaba poder oponer algún hermoso triunfo a la fama del hijo de su hermano, cuyo mérito mortificaba su envidia. Disponía de un ejército numeroso, cuya composición nada tenía de despreciable, porque se encontraban en bastante número los veteranos que había llamado a las armas; encontrándose además no pocos varones notables, entre ellos el ex general Trajano. Muy pronto fueron informados por los exploradores, que ahora desempeñaron diligentemente su oficio, de que los bárbaros trataban de interceptar por medio de destacamentos las comunicaciones con los puntos de donde se obtenían víveres. Inmediatamente marchó a ocupar los desfiladeros una partida de arqueros a pie sostenida por una turma de caballería, bastando esto para hacer fracasar los proyectos de los bárbaros. Al tercer día se avisó la proximidad del enemigo, que avanzaba como desconfiando de alguna sorpresa, en dirección a Nicea, encontrándose a quince millas de Andrianópolis. Su número no pasaba de diez mil, según el relato de los exploradores, aunque se ignora si esto fue resultado de una equivocación. Arrastrado el Emperador por temerario ardimiento, se apresuró a salir a su encuentro, marchando con las tropas formadas en cuadros. Cuando llegó a los arrabales de Andrinópolis acampó allí, fortificándose con una empalizada y un foso; y mientras esperaba impacientemente á Graciano, llegó Ricomeres, que se había adelantado, y le entregó una carta de aquél anunciando su próxima llegada y rogándole le esperase para compartir los peligros y exhortándole para que no se expusiese solo. Valente presentó la carta a su consejo, que deliberó acerca de lo que debía hacerse, opinando algunos miembros, entre los que se encontraba Sebastián, porque se librase batalla en el acto. Por otra parte, Víctor, jefe de la caballería, prudente y contemporizador, aunque sármata de nacimiento, opinaba, con el mayor número porque se esperase al otro Emperador, pues sería más fácil concluir con los bárbaros contando con el refuerzo del ejército de las Galias. Sin embargo, triunfó la fatal obstinación de Valente, porque los aduladores que le rodeaban y que creían infalible la victoria, le habían persuadido de que era necesario precipitar el desenlace para no compartir la gloria.
Preparábanse, pues, al combate, cuando un presbítero del rito cristiano (así les llamaban ellos) llegó al campamento de parte de Fritigerno, con otros legados de inferior rango. Recibido bondadosamente, presentó una carta de aquel personaje en la que pedía para los suyos, arrojados, como él, de sus hogares por la irrupción de los pueblos salvajes, la concesión del suelo de la Tracia y lo que contenía en ganados y granos, prometiendo perpetua paz si se accedía a su demanda. Además de la carta oficial que presentó aquel cristiano, adicto servidor de Fritigerno, traía otra confidencial, escrita con la astucia y especial habilidad para el engaño que poseía el jefe bárbaro, en la que insinuaba con el tono de futuro aliado y amigo, que para dulcificar la ferocidad de sus compatriotas y llevarlos a condiciones ventajosas para el Imperio, no había otro medio que mostrarles de tiempo en tiempo las armas romanas. La presencia solamente del Emperador les asustaría, quitándoles el deseo de combatir. La legación no obtuvo resultado, porque se sospechó la intención.
Al amanecer el día cinco de los idus de agosto, se puso en movimiento el ejército, dejando los bagajes bajo las murallas de Andrinópolis con suficiente guardia. En el interior de la ciudad quedaron el prefecto y los miembros civiles del consejo con el tesoro y los ornamentos imperiales. A medio día no habían adelantado más que ocho millas por caminos detestables y bajo un cielo abrasador, cuando anunciaron los exploradores que habían visto el círculo formado por los carros del enemigo. En el acto tomaron sus disposiciones los generales romanos, mientras los bárbaros, según su costumbre, lanzaban al viento sus feroces y lúgubres alaridos. El ala derecha de la caballería estaba al frente, sostenida por numerosa infantería. El ala izquierda, que por la dificultad del camino se encontraba todavía a la espalda, conservando con mucha dificultad el orden de marcha, apresuró el paso para colocarse en línea; y, mientras se desplegaba sin obstáculos, el ruido terrible de las armaduras y de los escudos que resonaban bajo las picas de nuestros soldados, quebrantó el valor de los godos, con tanto más motivo, cuanto que no habían llegado todavía Alatheo y Safrax, que operaban más lejos con los suyos. Presentóse, pues, una legación de los bárbaros para proponer la paz; pero como no la formaban varones importantes, el Emperador se negó a oírlos y pidió, para tratar, negociadores cuyo rango ofreciese garantía. Siguió a esto un intervalo: los godos no buscaban más que subterfugios para ganar tiempo, a fin de dejar a la caballería que esperaban el necesario para llegar, mientras que nuestros soldados estaban devorados por la sed bajo un clima abrasador, más y más caldeado por las hogueras que el enemigo alimentaba de intento por todas partes. Añádase a esto que hombres y bestias sufrían ya los horrores de la escasez.
Entretanto, el juicioso y previsor Fritigerno, que hubiese preferido no correr los riesgos de una batalla, nos envió uno de los suyos como portador del caduceo. Si nosotros le enviábamos inmediatamente varones notables como rehenes, se ofrecía a tomar partido por nosotros y a suministrarnos todo lo que faltaba. Una proposición de tal naturaleza de jefe tan temible, se recibió con apresuramiento y gratitud, designándose por unanimidad como fiador de nuestra palabra al tribuno Equicio, pariente del Emperador é investido entonces con el cargo de guarda de palacio. Pero se resistió a ello, fundando su negativa en que, habiendo sido prisionero de los godos, y habiéndose escapado de sus manos en Dibalto, podía temerlo todo de su salvaje indignación. Entonces se ofreció espontáneamente Ricomeres a ocupar su puesto, con la fundada esperanza de honrarse con este acto de valor, partiendo en seguida dispuesto a justificar su dignidad y nacimiento. Pero antes que llegase al campamento enemigo, nuestros arqueros, mandados por Iberiano y Bacurio, peleaban ya con los bárbaros, y su retirada, tan precipitada como inoportuno había sido el ataque, señalaba desfavorablemente el principio de la campaña. Esta escaramuza anuló el efecto de la abnegación de Ricomeres, que no pudo avanzar más; y en el mismo momento la caballería de los godos, con Alatheo y Safrax á la cabeza, y reforzada por un cuerpo de alanos, llegó como el rayo que estalla en la cumbre de los montes, destruyéndolo todo a su paso.
A los pocos momentos no se oía por ambas partes más que el ruido de las armas que chocaban y el silbido de las saetas. La misma Belona aumentaba el lúgubre sonido de las bocinas, encarnizada más que nunca en la destrucción del nombre romano. Ya comenzaban a ceder los nuestros; pero a los gritos para contenerlos, detiénese aquel movimiento y redobla el furor del combate como vasto incendio; pero ante los espantosos huecos que hacen en las filas los dardos y flechas del enemigo, el miedo paraliza otra vez a los nuestros; viéndose las dos filas chocar como las proas de las naves y pareciendo su movimiento el de las olas del mar.
Entretanto nuestra ala izquierda había penetrado hasta los carros, y sin duda habría llegado más lejos de estar sostenida; pero abandonada por el resto de la caballería, quedó abrumada como bajo enorme derrumbamiento de tierra, por la masa de bárbaros que cayó sobre ella. Sin apoyo la infantería, de tal manera se vieron estrechados los manípulos unos contra otros, que no había espacio para manejar la espada. En este momento resonaron horribles gritos y enormes torbellinos de polvo, obscureciendo el cielo, impedían lanzar los dardos, que sembraban la muerte. Imposible era ensanchar las filas para retirarse ordenadamente, siendo demasiado grande la compresión para poder huir individualmente. Entonces los legionarios, apretando el puño de sus espadas, hirieron como desesperados sobre todo lo que encontraron a su alcance. Los cascos y las corazas de ambas partes caían en pedazos bajo el filo de las hachas. Aquí y allá algún bárbaro de gigantesca estatura, derribado por el hierro que le había desjarretado o cortado un brazo o traspasado por una flecha, contraídas las facciones para lanzar el último grito de furor, y presa ya de la muerte, amenazaba todavía con la mirada. El suelo desaparecía bajo los combatientes que caían por ambos lados, y no se podían oír sin estremecerse los dolorosos gritos de los moribundos, ni resistir la vista de sus atroces heridas. En medio de esta horrible confusión, nuestros soldados, extenuados de fatiga y careciendo ya de serenidad y fuerza para obrar, desarmados de la mayor parte de sus lanzas que se les habían roto entre las manos, como último recurso se lanzaban empuñada la espada, despreciando todo peligro, en medio de los grupos más apretados de los bárbaros, y, en el último esfuerzo para vender cara su vida, se deslizaban en el suelo empapado de sangre, pereciendo algunas veces por sus propias armas. Por todas partes corría la sangre, presentándose la muerte bajo todas las formas; no se pisaba más que sobre cadáveres. Añádase que el sol, que había dejado el signo de León para entrar en el de Virgo, lanzaba sus rayos a plomo, perjudicando especialmente á los romanos, agobiados ya por el hambre y la sed y rendidos bajo el peso de la armadura. Rechazados al fin por la masa enemiga, se vieron obligados al recurso extremo de huir en desorden y cada uno por su lado.
En medio de la dispersión de una parte del ejército, el Emperador, profundamente turbado y saltando por encima de montones de cadáveres, consiguió refugiarse entre los lancearios y maciarios, que habían resistido hasta entonces sin moverse el furioso choque de los bárbaros. Al verle, exclamó Trajano que todo estaba perdido si el príncipe, abandonado por las tropas romanas, no encontraba protección entre los auxiliares. El conde Víctor, que lo oyó, corrió en seguida a reunir a los batavos, que Valente había dejado de reserva detrás de su guardia; pero no encontrando ni uno solo, no pensó más que en salvarse él mismo, haciendo otro tanto Ricomeres y Saturnino.
Entretanto los bárbaros, con encendidos ojos, acudieron a atacar el resto de nuestro ejército. Debilitados por la sangre que habían perdido, unos caían sin saber de dónde había partido el golpe; otros, derribados solamente por el choque del enemigo, no faltando quienes sucumbían atravesados por sus propios compañeros. No había descanso para el que resistía, ni perdón para el que quería rendirse. Los caminos estaban llenos de moribundos, que perecían bajo el dolor de sus heridas, aumentando los obstáculos los cadáveres de los caballos. La obscuridad de una noche sin luna puso término a aquel desastre irreparable, cuyas consecuencias pesarán por mucho tiempo sobre los romanos.
El Emperador, a lo que se dice (porque nadie asegura haberlo visto, ni estado junto a él en tal momento), cayó al obscurecer, mortalmente herido por una flecha, y pereció sin que pudiese encontrarse su cuerpo. Un grupo de enemigos, que se detuvo largo tiempo en aquel punto para despojar a los muertos, no permitió que se acercase ningún fugitivo ni campesino. Su muerte se parece a la del Emperador Decio, que, en una sangrienta batalla que libró a los bárbaros, arrebatado por un caballo fogoso, fue arrojado en un pantano del que no pudo salir y donde hasta su cadáver desapareció. Otros dicen que Valente no murió en el acto, sino que se retiró con algunos candidatos y eunucos, a la casa de un campesino, mejor construida que de ordinario, y provista de segundo piso. Allí, mientras manos sin experiencia cuidaban de vendarle, llegó de pronto el enemigo, sin conocerle, le libró de la deshonra del cautiverio; porque, recibido á flechazos por la comitiva del príncipe, mientras se esforzaban los bárbaros en derribar las puertas que habían atrancado por no detenerse ante aquel obstáculo, perdiendo tiempo que podían emplear en el saqueo, reunieron en derredor de la casa montones de leña y paja, prendieron fuego y la redujeron a cenizas con todo lo que contenía. Un candidato que cogieron al tratar de huir por una ventana, les dijo, con mucho sentimiento por parte de los bárbaros, la gloriosa ocasión que habían perdido de coger vivo al Emperador. Estos detalles los dio aquel joven, que, más adelante, consiguió escaparse. El segundo Scipión, después de reconquistar la España, pereció también por el fuego que prendieron los enemigos á una torre donde se había refugiado. Pero lo único cierto es que, lo mismo que Scipión, Valente no pudo recibir sepultura.
Cuéntanse entre las víctimas más ilustres de aquella catástrofe á Trajano y Sebastián, Valeriano y Equicio, uno gobernador de las caballerizas y el otro del palacio, y treinta y cinco tribunos con mando o sin él. También pereció Potencio, tribuno de los promus, muerto en la flor de la edad. Este joven, que se había granjeado la estimación de todos los hombres honrados, tenía en su favor, además de su mérito personal, la gloriosa memoria de su padre Ursicino. Cosa averiguada es que apenas sobrevivió de aquella matanza la tercera parte del ejército; y, si se exceptúa la batalla de Cannas, los anales no mencionan tamaño desastre, bien se examinen los reveses experimentados por los romanos en los combates en que la fortuna se mostró adversa a sus armas, bien nos remontemos a las fabulosas declamaciones con que los griegos han descrito sus catástrofes.
Vidas Paralelas, Plutarco - Julio César. Vida del político, militar y estratega romano Cayo Julio César (100 a. C. - 44 a. C.).
LXV. - Artemidoro, natural de Cnido, maestro de lengua griega, y que por lo mismo había contraído amistad con algunos de los compañeros de Bruto, hasta estar impuesto de lo que se tenía tramado, se le presentó trayendo escrito en un memorial lo que quería descubrir; y viendo que César al recibir los memoriales los entregaba al punto a los ministros que tenía a su lado, llegándose, muy cerca le dijo a César: “Léelo tú sólo y pronto; porque en él están escritas grandes cosas que te interesan”. Tomólo, pues, César, y no le fue posible leerlo, estorbándoselo el tropel de los que continuamente llegaban, por más que lo intentó muchas veces; pero llevando y guardando siempre en la mano aquel solo memorial, entró en el Senado. Algunos dicen que fue otro el que se lo entregó, y que a Artemidoro no le fue posible acercarse, sino que por todo el tránsito fue estorbado de la muchedumbre. Todos estos incidentes pueden mirarse como naturales, sin causa extraordinaria que los produjese; pero el sitio destinado a tal muerte y a tal contienda, en que se reunió el Senado, si se observa que en él había una estatua de Pompeyo y que por éste había sido dedicado entre los ornamentos accesorios de su teatro, parece que precisamente fue obra de algún numen superior el haber traído allí para su ejecución semejante designio. Así, se dice que Casio, mirando a la estatua de Pompeyo al tiempo del acometimiento, le invocó secretamente, sin embargo de que no dejaba de estar imbuido en los dogmas de Epicuro; y es que la ocasión, según parece, del presente peligro engendró un entusiasmo y un afecto contrarios a la doctrina que había abrazado. A Antonio, amigo fiel de César y hombre de pujanza, lo entretuvo afuera Bruto Albino, moviéndole de intento una conversación que no podía menos de ser larga. Al entrar César, el Senado se levantó, haciéndole acatamiento; pero de los socios de Bruto, unos se habían colocado detrás de su silla y otros le habían salido al encuentro como para tomar parte con Tulio Cimbro en las súplicas que le hacía por un hermano que estaba desterrado, y, efectivamente, le rogaban también, acompañándole hasta la misma silla. Sentado que se hubo, se negó ya a escuchar ruegos, y como instasen con más vehemencia se les mostró indignado, y entonces Tulio, cogiéndole la toga con ambas manos, la retiró del cuello, que era la señal de acometerle. Casca fue el primero que le hirió con un puñal junto al cuello; pero la herida que le hizo no fue mortal ni profunda, turbado, como era natural, en el principio de un empeño como era aquél; de manera que, volviéndose César, le cogió y detuvo el puñal, y a un mismo tiempo exclamaron ambos: el ofendido, en latín: “Malvado Casca, ¿qué haces?” y el ofensor, en griego, a su hermano: “Hermano, auxilio”. Como éste fuese el principio, a los que ningún antecedente tenían les causó gran sorpresa y pasmo lo que estaba pasando, sin atreverse ni a huir ni a defenderlo, ni siquiera a articular palabra. Los que se hallaban aparejados para aquella muerte, todos tenían las espadas desnudas, y hallándose César rodeado de ellos, ofendido por todos y llamada su atención a todas partes, porque por todas sólo se le ofrecía hierro ante el rostro y los ojos, no sabía adónde dirigirlos, como fiera en manos de muchos cazadores, porque entraba en el convenio que todos habían de participar y como gustar de aquella muerte, por lo que Bruto le causó también una herida en la ingle. Algunos dicen que antes había luchado, agitándose acá y allá, y gritando; pero que al ver a Bruto con la espada desenvainada, se echó la ropa a la cabeza y se prestó a los golpes, viniendo a caer, fuese por casualidad o porque le impeliesen los matadores, junto a la base sobre que descansaba la estatua de Pompeyo, que toda quedó manchada de sangre; de manera que parecía haber presidido el mismo Pompeyo al suplicio de su enemigo, que, tendido, expiraba a sus pies, traspasado de heridas, pues se dice que recibió veintitrés; muchos de los autores se hirieron también unos a otros, mientras todos dirigían a un solo cuerpo tantos golpes.
LXVII.- Cuando le hubieron acabado de esta manera, el Senado, aunque Bruto se presentó en medio como para decir algo sobre lo sucedido, no pudiendo ya contenerse, se salió de aquel recinto, y con su huída llenó al pueblo de turbación y de un miedo incierto; tanto, que unos cerraron sus casas, otros abandonaron las mesas y caudales, y todos corrían, unos al sitio a ver aquella fatalidad, y otros de allí, después de haberla visto. Antonio y Lépido, que pasaban por los mayores amigos de César, tuvieron que retirarse y acogerse a casas ajenas; mas Bruto y los suyos, en el calor todavía de la empresa, ostentando las espadas desnudas, salieron juntos del Senado y corrieron al Capitolio, no a manera de fugitivos, sino risueños y alegres, llamando a la muchedumbre a la libertad y abrazando a los que de los principales ciudadanos encontraban al paso. Algunos hubo que se juntaron e incorporaron con ellos, y como si hubieran tenido parte en la acción querían arrogarse la gloria, de cuyo número fueron Gayo Octavio y Léntulo Espínter. Estos pagaron más adelante la pena de su jactancia muertos de orden de Antonio y de Octavio César, sin haber gozado de la gloria por que morían, pues que nadie los había creído, y los mismos que los castigaron no tomaron venganza del hecho, sino de la voluntad. Al día siguiente bajaron del Capitolio Bruto y los demás conjurados; y habiendo hablado al pueblo, éste escuchó lo que se le decía, sin mostrar que reprobaba ni aprobaba lo hecho, sino que se veía en su inmovilidad que compadecía a César y respetaba a Bruto. El Senado, después de haber publicado ciertas amnistías y convenios en favor de todos, decretó que a César se le reverenciara como a un dios y que no se hiciera ni la menor alteración en lo que había ordenado durante su mando. A los conjurados les distribuyó las provincias y les dispensó los honores correspondientes, de manera que todos creyeron haber tomado la república consistencia y haber tenido las alteraciones el término más próspero y feliz.
LXVIII.- Abrióse el testamento de César y se encontró que a cada uno de los ciudadanos romanos dejaba un legado de bastante entidad: con esto, y con haber visto el cadáver cuando lo pasaban por la plaza mutilado con tantas heridas, ya la muchedumbre no guardó orden ni concierto, sino que recogiendo por la plaza escaños, celosías y mesas, hizo una hoguera y poniendo sobre ella el cadáver lo quemó. Tomaron después tizones encendidos y fueron corriendo a dar fuego a las casas de los matadores. Otros recorrieron toda la ciudad en busca de éstos para echarles mano y hacerlos pedazos; mas no dieron con ninguno de ellos, porque todos estaban bien resguardados y defendidos. Sucedió que un ciudadano llamado Cina, amigo de César, había tenido, según dicen, en la noche anterior un sueño muy extraño; porque le parecía que era convidado por César a un banquete, y que excusándose era tirado por éste de la mano contra su voluntad y resistiéndose. Cuando oyó que en la plaza se estaba quemando el cadáver de César, se levantó y marchó allá por honrarle, no obstante que tenía presente el ensueño y estaba con calentura. Violo uno de tantos; y a otro que le preguntó le dijo cómo se llamaba; éste a otro, y en un instante corrió por todos que aquel era uno de los matadores de César, porque, realmente, entre los conjurados había habido un Cina del mismo nombre; y tomándole por éste le acometieron sin detenerse y le hicieron pedazos. Concibiendo de aquí temor Bruto y Casio, sin que hubiesen pasado muchos días se ausentaron de la ciudad. Qué fue lo que después hicieron y padecieron hasta el fin, lo hemos declarado en la Vida de Bruto.
LXIX.- Muere César a los cincuenta y seis años cumplidos de su edad, no habiendo sobrevivido a Pompeyo más que cuatro años, sin haber sacado otro fruto que la nombradía y una gloria muy sujeta a la envidia de sus conciudadanos de aquel mando y de aquel poder, tras el que toda su vida anduvo entre los mayores peligros, y que apenas pudo adquirir; pero aquel buen Genio o Numen que mientras vivió cuidó de él le siguió después de su muerte para ser vengador de ella, haciendo huir y acosando por mar y por tierra a los matadores hasta no dejar ninguno, y antes acabando con cuantos con la obra o con el consejo tuvieron parte en aquel designio. De los acontecimientos puramente humanos que en este negocio sucedieron, el más admirable fue el relativo a Casio; porque, vencido en Filipos, se pasó el cuerpo con aquella misma espada de que usó contra César. De los sobrehumanos, el gran cometa que se dejó ver muy resplandeciente por siete noches inmediatamente después de la muerte de César, y luego desapareció, y el apocamiento de la luz y fuerza del Sol. Porque en todo aquel año su disco salió pálido y privado de rayos, enviando un calor tenue y poco activo: así, el aire era oscuro y pesado, por la debilidad del calor que lo enrarece, y los frutos se quedaron imperfectos y sin madurar por la frialdad del ambiente. Mas lo que principalmente demostró no haber sido grata a los dioses la muerte dada a César fue la visión que persiguió a Bruto; y fue en esta manera. Estando para pasar su ejército desde Abido al otro continente, descansaba por la noche en su tienda como lo tenía de costumbre, no durmiendo, sino mediando sobre las disposiciones que debía tomar: pues se dice que, entre todos los generales, Bruto fue el menos soñoliento y el que por su constitución podía aguantar más tiempo en vela. Pareció, pues, haberse sentido algún ruido hacia la puerta, y mirando a la luz del farol, que ya ardía poco, se le ofreció la visión espantosa de un hombre de desmedida estatura y terrible gesto. Pasmóse al pronto; pero viendo después que nada hacía ni decía, sino que estaba parado junto a su lecho, le preguntó quién era; y el fantasma le respondió: “Soy ¡oh Bruto! tu mal Genio: ya me verás en Filipos”. Alentado entonces Bruto: “Te veré”- le dijo-; y el Genio desapareció al punto. Al prefinido tiempo, puesto en Filipos al frente de su ejército contra Antonio y Octavio César, vencedor en la primera batalla, destrozó y puso en dispersión a las tropas que se le opusieron, saqueando el campamento de César. Habiendo de dar segunda batalla, se le presentó otra vez el fantasma en aquella noche sin que le hablase palabra; pero entendiendo Bruto su hado, se abalanzó desesperadamente al peligro. No murió, con todo, peleando, sino que después de la derrota, retirándose a la eminencia de una roca, se arrojó de pechos sobre su espada desnuda, y dando uno de sus amigos fuerza, según dicen, al golpe, de este modo perdió la vida.