Los Reyes de Oriente
Nov 07, 2020Por: Julián Santamaría
Miguel Seimon, Martin Hara, Mancio Ito y Julien Nakaura son nombres que no tienen ninguna resonancia en nuestros días. Pero durante dos años fueron celebridades conocidas en toda Europa como ‘los Reyes de Oriente’. La visita de estos ilustres embajadores japoneses fue todo un suceso para la sociedad europea en su momento y gracias al revuelo que causaron en cada ciudad que visitaron, tenemos registro de las diferentes actividades y ocurrencias de su viaje al viejo continente.
Queriendo fortalecer los lazos de la misión jesuita con las cabezas de la religión católica en Europa, el padre Alessandro Valignano decidió enviar una delegación de cuatro jóvenes japoneses entre 14 y 15 años, convertidos al cristianismo para que acudan a una audiencia con el Papa Gregorio XIII.
En la primavera de 1582, los cuatro elegidos se embarcaron con un padre portugués, una enfermera y un sirviente chino, zarpando desde el puerto de Nagasaki. El viaje los llevó a Macao, Malacca, Goa, Cochín, y a bordear el Cabo de la Buena Esperanza. Durante los nueve meses de trayecto, aprendieron latín y siguiendo el carácter japonés, fueron capaces de aprender los métodos, técnicas y herramientas con los que se topan en cada ciudad y que consideraron útiles para su regreso.
Con su llegada a un puerto de Lisboa continuaron su formación en tierras europeas. Las grandes personalidades de la época como Felipe II, entonces rey de España, inspiradas en el exotismo que generan los personajes, se interesaron en conocer y acoger a los ilustres visitantes. Los registros históricos indican que para este momento ya hablaban el portugués con fluidez y un poco de español, latín e italiano. Así fue como Tintoretto comenzó una serie de retratos de los cuatro visitantes, pero desafortunadamente solo terminó el de Mancio Ito.
El gran objetivo de su viaje fue llegar al Vaticano. Para su audiencia con el Papa se vistieron con túnicas samurái y espadas romas. Gregorio XIII los recibió con afecto y les regaló jubones -una especie de camisa- hechos a la medida, para que los cambiaran por las prendas que traían debido a que la gente empezaba a encontrar graciosas las costumbres de los extranjeros.
Por su lado, los embajadores regalaron al Papa dos biombos con dibujos del castillo Azuchi y un escritorio de ébano. Posteriormente, los regalos pasaron a ser parte de la colección del Vaticano. Pocos meses después del encuentro, Gregorio XIII murió y los cuatro visitantes fueron testigos de las ceremonias correspondientes. Sixto V, el Papa sucesor, siguió tratando a la delegación como invitados de primera categoría durante el resto de su estancia en Italia. Llegando así a otorgarles el título de miembros de la ‘Orden de la Espuela de Oro’.
Los diarios de viaje dan cuenta de las opiniones e impresiones que los jóvenes tuvieron durante el periplo. Gracias a ellos, sabemos que no fue el mármol ni la arquitectura de los palacios lo que cautivó a los viajeros; su gran asombro realmente fue el descubrimiento de la música occidental. Durante todo el trayecto, se encargaron de estudiar la harmonía y el contrapunto, algo que ya hace varios años era muy apreciado por la cultura japonesa. Con el tiempo, fueron capaces de tocar la gran variedad de instrumentos que encontraron en cada ciudad que visitaban. Fue así como se hicieron diestros para tocar el clavecín, el laúd, el oboe, la espineta, la guitarra, la lira y los platillos.
En 1592, ya siendo hombres, los embajadores regresaron a Japón. Pero durante los diez años de su ausencia, la sociedad japonesa empezó a vivir giros inesperados. Pocos años después, la política de aislacionismo del Período Edo se esmeraba en erradicar cualquier influencia del cristianismo en la isla. Fue por eso por lo que Hara se exiliaría en Macao y Nakaura sería asesinado, convirtiéndose en un mártir para la Iglesia Católica.
Aun cuando su final fue trágico, los instrumentos y partituras que traían consigo revolucionaron para siempre la cultura musical en Japón. El contacto entre culturas que propiciaron instauró la tradición de apreciación e interés por la música clásica occidental que, hasta hoy en día, se ve reflejada en cada rincón de las ciudades niponas.